A la memoria de Chacho Arraya
Julio Ríos Calderón
Página Siete, sábado 2 de abril de 2022
Que difícil es sonreír cuando fallece un ser humano al que quisimos mucho. Duele ver a los amigos porque sabemos que ellos están vivos y Vicente Fernando “Chacho” Arraya Arauz ya murió; ellos siguen conversando y la voz del amigo, ya nunca la escucharemos; esa voz suya tan firme, elocuente, impostada, y por tanto convincente y sabia, se calló para siempre. Hoy duelen hasta nuestros cabellos grises porque nos hacen pensar en la blanca cabellera del amigo. Nació en La Paz el 5 de agosto de 1943; vivió 78 años intensos.
La versatilidad que poseía Chacho, se convirtió en un don, en una cualidad o característica muy valorada que hacían referencia a sus capacidades en todo desempeño en el que supo adaptarse con rapidez y facilidad a distintas funciones o situaciones. Respondió ante diferentes desafíos y supo magistralmente adaptarse a todo, desde el teatro, la música como guitarrista y cantor, el gran “Maestro” de Ceremonias, el consultor, el visitador médico, el locutor, el radialista, el periodista, el hombre de televisión, el actor de cine en películas como “Los Andes creen en Dios” de Antonio Eguino y “El atraco” de Paolo Agazzy, hasta el directorio de la Red TV Bolivisión. Nos dejó la inmortalidad del recuerdo del amigo que tuvo sobre muchos títulos el de un Señor, donde no abundan los señores. Periodistas profesionales, como Casimira Lema, Ximena Galarza, lo reconocieron como mentor y maestro.
Duele salir por la ciudad de La Paz y pasar por las oficinas de la Red Bolivisión en el último piso del Shopping Norte, o por el Círculo de la Unión donde con frecuencia nos encontrábamos y que seguramente llevarán un blanco tarjetón de negro que dice; “cerrado por duelo, letrero que colocaremos en muchos sitios de La Paz.
Nos duelen también los ojos que lloraron al saber del fallecimiento de “Chacho”; no lloramos a mares y sólo fueron las de su entorno más íntimo las que se derramaron sin consuelo, por que a él no le gustaban las expresiones exageradas de afecto pues siempre tuvo la medida exacta de la cosas; nos pican cuando los cerramos pero vemos con más claridad los del colega y nos hacen sumergir en la mirada que era su espejo del alma.
Pensamos en Rosario Saenz, su esposa, y en sus hijos Mauricio, Fernando, Jorge, Pablo, David y Roberto, en cuya ausencia se entibiara la relación profunda que mantenía; recobrará fuerza cuando ellos, al recordarlo, sabrán que él fue el único que los amó hasta cerrar sus ojos. Les expresamos sin ninguna convicción: hay que dejar de llorar, como si no supiéramos que llorar es lo único que nos permite seguir viviendo y ahora mismo le estamos llorando a Dios. La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente.
Chacho se nos fue para el Cielo, con una sonrisa en sus labios de angélicos trazos. Está en el Cielo, junto a los cuerpos celestes y son los seres más perfectos y que se rigen por principios distintos de los cuerpos en el mundo sublunar, que es poblado por ángeles, dioses o héroes, un lugar de felicidad eterna, donde no existen fraudes, mentiras, ni gobiernos abusivos.
Por mucho que nos haya unido con él un sentimiento muy íntimo de solidaridad fraterna, ante su muerte no podemos resignarnos a sumergirnos en aquel silencio, aconsejado por la sabiduría brahmánica, en cuyo fondo de aniquilación es posible participar de la unidad, donde para los seres juntos en la vida, se desmorona el muro de la muerte física y se restablece el sentido unánime de nuestro destino de átomos. Hay evidentemente entre esto y aquello, una penumbra de eternidad a la que no es accesible la palabra, ni aún el pensamiento.
Sin vacilación alguna, todas las existencias son indefinidas y solamente cuando se prodigan a los amigos las concluímos, como un constructor, burilando la forma final de su autenticidad y de su confianza. La última de este itinerario de Chacho Arraya, de la que no podemos ahuyentar la tristeza, nos impone ser fuertes para seguir luchando y para aceptar nuestro destino con dignidad y sin temor.
La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; y no basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces, la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre. Chacho nos deja el recuerdo de su obra, de su ejemplo y la esperanza de que un día, por la bondad de Dios, hemos de volver a reunirnos para siempre.
JULIO RÍOS CALDERÓN, es escritor y consultor