EL PEPINO EN TIEMPO DE LA COVID
Julio Ríos Calderón
Página Siete, miércoles 17 de febrero de 2021
Emigraron desde Francia sus atuendos, pero en la ciudad de La Paz los nacionalizaron, los perfeccionaron, los acomodaron. Una máscara sarcástica de mirada burlona, de ojos calculados con geometría; boca de labios gruesos, lista para gritar con alegría; orejas grandes para escuchar el sonido de la algarabía, y un cuerpo de cuatro figuras, dos cuadradas y otras dos alargadas, perfeccionaron su físico.
Por lo estirado —cual si fuera un chorizo o un alimento que completa las ensaladas—, recibió el nombre de Pepino. Su madre fue una trabajadora de costuras y su padre un payaso de nombre Pierrot, nacido en París.
Hoy, a consecuencia de la pandemia —que tiene vigente a la Covid 19—, no llegó a La Paz, por las medidas de bioseguridad y prohibición de las autoridades para no sumar infecciones. Su misión era hacer de la alegría un himno exagerado, acompañado de coreografías sin límite. Caminar, correr, saltar, revolcarse y molestar a todo transeúnte que recibía un seco y nada contundente golpe, cual caricia de leopardo, de mano de su “matasuegra” bicolor, era su principal cometido. Una especie de cachiporra de cartón bordada de colores chillones, era el instrumento de batalla, con la que el Pepino jugaba, fastidiaba, entretenía, reía y también lloraba.
Los niños lo perseguían, las señoras le huían, las chicas lo mojaban con globos de agua, los jóvenes lo inundaban vaciándole uno, dos, tres, cuatro baldes. Las avenidas Camacho y 16 de Julio se llenaban de comparsas, sumándose grupos que llegaban a más de mil pepinos.
Detrás de la máscara del Pepino asomaba un ser humano que podía ser una mujer o podía ser un hombre. Podía estar feliz, podía estar triste, aun si el Carnaval lo llamaba sólo a divertirse, a alegrarse o a moverse con entusiasmo desbordado. Así —cual polícromo envuelto de serpentina—, este personaje eminentemente paceño olvidaba amarguras, vicisitudes y problemas. Miraba con ojos picarescos pero renovados, sin que se atufen o se cieguen por la angustia de existir.
Unas cervezas le daban valor, aunque a veces este aperitivo carnavalesco lo consumía en exceso. Entonces el Pepino perdía el sentido de la consciencia y terminaba tirado en la calle, o en la comisaría, o muerto.
¿Podía tan curioso protagonista anónimo detrás de la careta encontrarse sobrio acaso? ¿Podía concentrarse en el ánimo que entraña el Carnaval sin estar chispeado? No. Imposible, porque la metamorfosis de ser humano a Pepino lo convertía en un saltimbanqui audaz y zalamero. No medía consecuencias, mas controlaba sus pasiones, y todo era broma, todo era jolgorio, todo aparecía enmarcado en el espíritu de su sonrisa que brillaba en su careta. Príncipe, sin duda de la burla hacia cuanta persona se cruzaba con su presencia. Seriedad no es una palabra que afinaba para la circunstancia.
Ya al caer la noche, la nostalgia que cubría su careta poco a poco se apagaba, como un foco que difuminaba la luz del Carnaval.
Y el recuerdo de un grupo de niños que a viva voz festejaba: ¡Pepino, chorizo, Pepino, chorizo, Pepino, chorizo! ¡Sin calzón! surgía como inferencia de la fiesta carnavalesca de la ciudad de La Paz, hoy en silencio.
Julio
Ríos Calderón es escritor y consultor.