Julio Ríos Calderón
Página Siete, 2 de noviembre de 2022
Llegarán las noches apacibles
aproximando n el sueño a los que más extrañamos en la vida. Serán esos muertos
los que nos cuentan que no están muertos, que nunca lo estuvieron. Contarán que
sólo duermen en la paz de una sombría hornacina, donde escuchan nuestras voces
hechas plegarias, como se escuchan las voces de ellos trayéndonos consuelo;
presagio en el nuevo día que comenzaremos a vivir los que tal vez ya hemos
muerto. La muerte no nos roba a los seres amados. Al contrario, nos los guarda
y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces
y definitivamente.
Cuando una jornada bien vivida
produce un dulce sueño, la vida bien destinada origina una dulce muerte. Hoy a
la sombra de las tumbas meditamos en esta celebración de Todos Santos,
instantes de vacilación permitidos a nuestras preguntas, compartimos
retrotrayendo momentos con los que dicen se fueron, cuando lo cierto es que
siempre están cerca nuestro.
Pero continúan el curso de
minutos, horas, mañanas, tardes, noches, con tiempos de consternación o de fe,
esperanza y caridad. Entre risas o suspiros acontecerán muchos años, o pocos,
hasta el momento en que la estrella más deslumbrante ilumine la senda a seguir,
tras un adiós al sitio que dejaremos para ir a un encuentro con los inmortales
del cielo. Yo recuerdo a mi Padre que me dejó hace tres meses, como otros
perpetúan a sus seres queridos.
Qué certero fue el escritor
colombiano Antonio Muñoz Feijoo, cuando recitó lo que roció en su papel,
dejando a su lápiz abrir un compás delimitando un círculo tenido como imagen de
lo absoluto, de aquello que tiene principio y fin en sí mismo, y al contrario
de la exclamación de palabras cariñosas, ternura en la mirada y sonrisas,
expresó: “No son los muertos los que en dulce calma / la paz disfrutan de su
tumba fría, / muertos son los que tienen muerta el alma / y viven todavía.”
Ahí están, muy cerca, como si
dijeran: no hemos muerto, estamos contigo. Sí, siempre están contigo, conmigo,
con todos los que recuerdan a los viajeros de un más allá desconocido,
nebuloso, y a la vez, tranquilo en la plenitud encantadora de los dioses del
canto llano. Entonces el poeta volvió al papel donde regó sentimientos firmes
como una escuadra y subrayó: “No son los muertos, no, los que reciben / rayos
de luz en sus despojos yertos, / los que mueren con honra son los vivos, / los
que viven sin honra son los muertos.”
Al recordar los nombres de los
que dicen se fueron de este mundo, estallan los latidos de bronce en lo alto de
los campanarios. Son los que siempre están con nosotros, no obstante reposar en
la profundidad de las sombras. Y concluyó Muñoz: “La vida no es la vida que
vivimos, / la vida en el honor, es el recuerdo. / Por eso hay hombres que en el
Mundo viven, / y hombres que viven en el Mundo muertos.”
Ellos conocen lo desconocido
por nosotros; por eso sonríen. Saben de los huertos del Señor; por eso brindan
su cariño. Ellos nos esperan en el reino que lo habitan. Paz extendida por las
nubes que pasan; por las estrellas que alumbran esperanzas; por irradiaciones
solares que transmiten su calor a los que aún estamos vivos, sin presentir que
podemos ya estar muertos, entre los que viven en el cielo.
La mañana está cerrada a las
alegrías de horizonte despejado. Llueve. Llueve mucho. Esta lluvia nos acerca
todo el frescor de las nubes enviadas a calmar la sed de los jardines. Hay
también un torrente de lágrimas amargas de los que en vida sólo fueron maldad,
barbarie y violencia.
Ellos están muertos, porque
han sido olvidados por todos los que aún caminan por sus confines entregados a
mejores soplos de vida, aún ya estando muertos. Entre tanto, sigamos
compartiendo nuestros días los que estamos aquí abajo, con los que nos miran
desde lo alto del edén, mientras celebramos a todos los santos en la fiesta de
“Todosantos”.
Pronunciar el nombre de un
santo protector, entronizado en sitial preferencial en el hogar, nos recuerda
que ya tenemos edad para morir –si puede haber edad para morir de acuerdo a los
años aún vivientes– que nos vemos dispuestos a dejar los encantos y las
miserias cargadas sobre nuestros cansados hombros durante muchos años.
Dispuestos estamos a morir sin alejarnos de quienes nos dan su cariño y comprensión, pues germina el consuelo de comprender que la muerte mantiene viva la esperanza de acercarnos mucho más a todos ellos.
La muerte no nos roba a los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo
JULIO
RÍOS CALDERÓN es escritor y consultor